Por GEORGE MONBIOT - Ya tenemos todo y no necesitamos nada, sin embargo seguimos destruyendo el planeta regalando productos que terminan en la basura al día siguiente
Publicado en The Guardian el 11 de diciembre de 2012, se puede encontrar hoy aquí.
No hay nada que necesiten, nada que ya no tengan, nada que ni siquiera quieran. Así que les compramos una reina que saluda a energía solar; un cepillo para el ombligo; un porta helado plateado para poner el pote de helado dentro; un simil andador para caminar inflable "hilarante"; un aparato electrónico llamado Terry la Tortuga que dice malas palabras; o - y de alguna manera lo encuentro significativo - un mapa para la pared "Scratch Off World" (Mundo para Raspar)
Parecen divertidos el primer día de Navidad, tontos el segundo, embarazosos el tercero. A la duodécima están en un vertedero. Por treinta segundos de entretenimiento dudoso, o un estímulo hedónico que no dura más que un golpe de nicotina, encomendamos el uso de materiales cuyos impactos se ramificarán por generaciones.
Investigando para su película The Story of Stuff, Annie Leonard descubrió que de todos los materiales que circulan a través de la economía de consumo, sólo el 1% permanece en uso seis meses después de la venta. Incluso los bienes a los que esperábamos aferrarnos están pronto condenados a la destrucción, ya sea por la obsolescencia programada (romperse rápidamente) o por la obsolescencia percibida (volverse anticuados).
Pero muchos de los productos que compramos, especialmente para Navidad, no pueden quedar obsoletos. El término implica una pérdida de utilidad, pero desde el primer momento no tenían utilidad. Una remera con la que se puede hacer música; una alcancía parlante Darth Vader; una funda para I-phone con forma de oreja; un enfriador individual de lata de cerveza; un control remoto con destornillador sónico; pasta de dientes de tocino; un perro bailarín: nadie espera que se los use, ni siquiera que se los mire después del día de Navidad. Están diseñados para que nos agradezcan, tal vez desatan una risita o dos, y luego ser desechados.
La fatuidad o idiotez de los productos se corresponde con la profundidad de los impactos ambientales que producen. Materiales raros, complejidad electrónica, energía para la fabricación y el transporte son extraídos y refinados y combinados en compuestos de total inutilidad. Si se tienen en cuenta los combustibles fósiles que son utilizados en otros países, la fabricación y el consumo son responsables de más de la mitad de nuestra producción de dióxido de carbono. Estamos destruyendo el planeta para hacer termómetros de baño a energía solar y golfistas "locos" para el escritorio.
La población del este del Congo ha sido masacrada para facilitar la actualización de los teléfonos celulares que brindan muy poco más en cada lanzamiento. Se talan bosques para hacer "juegos personalizados de tablas de queso de madera en forma de corazón". Los ríos son envenenados para fabricar peces parlantes. Se trata de un consumo patológico: una epidemia mundial de locura colectiva, tan normal en la publicidad y en los medios de comunicación que apenas nos damos cuenta de lo que nos ha sucedido.
En 2007, el periodista Adam Welz registró que 13 rinocerontes fueron asesinados por cazadores furtivos en Sudáfrica. Este año, se han disparado 585 balas. Nadie está completamente seguro de por qué. Pero una respuesta es que la gente muy rica en Vietnam ahora está rociando cuerno de rinoceronte molido en su comida o inhalándolo como si fuera cocaína para mostrar su riqueza. Es grotesco, pero apenas difiere de lo que casi todo el mundo en las naciones industrializadas está haciendo: destrozar el mundo vivo a través del consumo inútil.
Este boom no se ha producido por accidente. Nuestras vidas han sido acorraladas y moldeadas para fomentarlo. Las reglas del comercio mundial obligan a los países a participar en el festival de basura. Los gobiernos recortan impuestos, desregulan los negocios, manipulan las tasas de interés para estimular el gasto. Pero rara vez los ingenieros de estas políticas se detienen y preguntan "¿gastar en qué? Cuando se han satisfecho todas las necesidades imaginables (entre los que tienen dinero disponible), el crecimiento depende de la venta de lo totalmente inútil. La solemnidad del estado, su poderío y majestad, son aprovechados para la tarea de regalar a "Terry la Tortuga que dice malas palabras".
Hombres y mujeres adultos dedican sus vidas a fabricar y comercializar esta basura, y a despreciar la idea de vivir sin ella. "Siempre tejo mis regalos", dice una mujer en un anuncio de televisión para una tienda de electrónica. "Bueno, no deberías", responde el narrador. Un anuncio de la última tableta de Google muestra a un padre y su hijo acampando en el bosque. Su disfrute depende de las características especiales del Nexus 7. Las mejores cosas de la vida son gratis, pero hemos encontrado la manera de vendertelas.
El aumento de la desigualdad que ha acompañado al auge del consumismo garantiza que la creciente marea económica ya no levante todos los barcos. En los EE.UU. en 2010, un notable 93% del crecimiento de los ingresos correspondió al 1% de la población. La vieja excusa de que debemos destruir el planeta para ayudar a los pobres, simplemente no es verdad. Por algunas décadas de enriquecimiento extra para aquellos que ya poseen más dinero del que saben cómo gastar, se ven disminuidas las perspectivas de todos los demás de poder vivir en esta tierra.
Los gobiernos, los medios de comunicación y los anunciantes han asociado tan efectivamente el consumo con la prosperidad y la felicidad que decir estas cosas es exponerse al oprobio y al ridículo. Cuando el mundo se vuelve loco, los que resisten son denunciados como lunáticos.
Hornéenles un pastel, escríbanles un poema, dénles un beso, cuéntenles un chiste, pero por el amor de Dios, dejen de destrozar el planeta para decirle a alguien que es importante. Lo que muestra en realidad es que no lo es.