Para Climaterra por Carolina Flynn - Febrero 2021
"No podemos resolver un problema con la misma manera de pensar que lo generó" Albert Einstein
El planeta ya ha sufrido cinco extinciones masivas y siempre ha vuelto a resurgir y encontrar un equilibrio.
Pero, si pretendemos encontrar una salida humana (es decir una salida en la que aseguremos la supervivencia de los hijos y nietos de los 8000 millones de sapiens que poblamos la Tierra) a la Sexta extinción masiva en la que estamos inmersos y a la crisis climática que está atravesando el planeta, deberemos encontrar mucho más que soluciones técnicas que lidien con temperaturas y mares más altos y posibles crisis alimentarias, deberemos ir a las causas que nos trajeron hasta aquí y entender las motivaciones, ansiedades y creencias humanas que nos condicionaron a producir este impacto catastrófico en el mundo natural.
Hoy tenemos un planeta que, ha pasado a tener los niveles de CO2 más altos en 15 millones de años, poniéndonos en camino a temperaturas de 3 a 4°C más y mares 20 metros más altos. En tan sólo unos miles de años de nuestro paso por el planeta, y representando tan sólo el 0.01% de la vida, desde los albores de la humanidad hemos erradicado el 83% de la vida salvaje, A medida que nos extendimos por el planeta hicimos estragos en el mundo natural, exterminamos toda la megafauna terrestre, la megafauna del mar se salvó porque no teníamos los medios técnicos para ir a su caza, (ahora que los tenemos están ni siquiera eso) pero el daño que hicimos en los últimos 40-50 años no tiene precedentes: exterminamos a la mitad de la vida marina y al 68% de la vida silvestre.
Es claro hacia dónde nos lleva este camino. Las voces que hablan de un probable colapso de la civilización, -esto es, descalabros sociales, migraciones masivas, fallos de cosechas generalizados, pandemias, hambrunas, guerras por recursos -en una palabra ingobernabilidad del sistema- se multiplican año a año.
Entender técnicamente lo que está sucediendo es relativamente fácil. Pero para poder encontrar una salida, necesitamos más que eso, necesitamos una comprensión profunda del porque, como humanos, llegamos a esta situación. Necesitamos sentipensarlo. Y esto no es fácil.
Porque ir al fondo de la cuestión requiere, además de un pensamiento sistémico que interconecte lo que las disciplinas han compartimentado, entender el proceso que nos “sacó”, paso a paso y poco a poco, de nuestra inmersión en el mundo natural, el mundo de los instintos y de las respuestas condicionadas.
Comprender, que desde ese momento, y a medida que fuimos construyendo la civilización humana fuimos cambiando de forma de “encontrar sentido”, fuimos cambiando de "proyectos heroicos" que calmaran nuestra ansiedad existencial, fuimos cambiando la forma de entendernos en el mundo, de conocer la verdad, de buscar control.
Miramos el mundo a través de lentes, modelos cognitivos, sistemas de valores que se manifiestan en formas individuales y sociales de aprehender la realidad, que desde los inicios de nuestro bipedismo nos permitieron construir cultura y que hoy, miles de años después, esos mismos lentes, pero cambiados de formato, siguen tiñendo nuestra forma de ver y estar en el mundo.
Sea que los llamemos magia, mito, razón, pluralismo relativista, sistémico u holístico, etc. estos sistemas de valores o formas de ver la realidad, son y fueron religiosos porque nos permiten religar el mundo, darle un orden y darnos, a cada uno de nosotros, un proyecto vital que trascenderá nuestras vidas, un proyecto de inmortalidad que nos dará sentido.
Esos lentes reconfiguran todo lo que se nos presenta ante nosotros: la forma de estar en el espacio, el sentido del tiempo, la forma de experimentar nuestra identidad individual, y el proyecto de inmortalidad social y, por lo tanto, atraviesan todos los estamentos organizativos –tanto individuales como sociales- en un momento dado del tiempo histórico: la familia, la religión, la economía, el arte, la organización social y política, la forma que entendemos la verdad, el control, etc.
A su vez, si bien hay un modo o paradigma predominante que colorea a la organización global de la civilización en un momento dado, individualmente no hay una uniformidad y se expresan en un caleidoscopio de sistema de valores, todos valiosos y necesarios. Claramente, si bien hay diversidad en estas expresiones individuales, son marginales y no son las que le dan el espíritu a la época.
Habrá entonces una forma de entenderse individuo, conformar familia, organizar el trabajo y la economía, hacer arte, entender la muerte, asociarse colectivamente y administrar el espacio común, según la forma de "ver el mundo", el paradigma que nos gobierne individualmente, ya sea mágica, mítica, racional, sistémica, u holística.
El mito del progreso, la promesa de un futuro siempre mejor, con la ciencia y la técnica como instrumentos y la acumulación material como reaseguro, en la que somos individuos aislados que competimos constantemente y la naturaleza, -desacralizada a través de su cuantificación y medición-, es un recurso para ser controlado y dominado, ES la forma de "estar en el mundo", de interpretar los acontecimientos que prevalece en este momento. Es la forma que encontró la modernidad, con su focalización en la razón humana como forma de identidad, de cohesionar los proyectos individuales y construir sentido una vez que declaramos muerto a dios y entronizamos al hombre(1).
Ya sin creernos hijos de dios (como cuando el paradigma predominante era mítico), nos declaramos a nosotros mismos dioses, y en el proceso de desacralización que acompañó esta nueva mutación ontológica, nos convertimos en dominadores y explotadores de 10 millones de especies, convertidas ahora en un recurso a ser sacrificado en la nueva religión del progreso.
El tiempo se volvió una flecha temporal y el futuro se convirtió en nuestro dador de sentido, acumular y esperar, lo nuevo siempre mejoraría lo viejo. El paraíso lo estábamos haciendo en la Tierra y los problemas que se fueran presentando se solucionarían con más tecnología.
Esta modernidad que lleva las riendas del mundo desde el renacimiento, construyó su modelo de sentido -en una primera instancia- en base a la posibilidad de un conocimiento objetivo y a una razón universal, dividiendo la realidad en tantos fragmentos como fuera necesario (ratio) para poder medirla, entenderla, cuantificarla, y operar sobre ella.
Una razón que controla y pone riendas al instinto de nuestro propio cuerpo y a la falta de control del mundo natural que representan determinismo, sujeción y muerte.
En un mismo movimiento y de un solo golpe, con la razón decretamos la eliminación de los condicionamientos físicos.
Primero el de nuestro propio cuerpo. "Pienso, luego existo" y nuestra identidad pasó a asimilarse a nuestros pensamientos y a la actividad mental. El cuerpo físico pasó a ser el depositario de todos los horrendos y repugnantes signos de animalidad, un mero instrumento al servicio de la mente al que doblegar y domesticar.
Luego el del mundo natural: ahora tan sólo un recurso a ser dominado, controlado y explotado por los instrumentos de nuestra razón.
Así, de un plumazo, la modernidad pensó eliminados los límites físicos. Y pasamos a habitar en el mundo simbólico de la mente, que lleno de posibilidades e ilimitado doblegaría al cuerpo y a la naturaleza, el reino de lo temporal, las limitaciones y la muerte.
Resolvimos la paradoja existencial de ser una mente-cuerpo, eliminando al cuerpo físico y natural.
Y buceando en esta esfera mental, en esta parcialidad simbólica que, por definición, no reconoce límites, llegamos de la mano del relativismo posmoderno a una realidad que no es más que un juego de espejismos donde los sujetos se reflejan a si mismos y todo puede ser posible: el territorio, el espacio y hasta el cuerpo pueden ser prescindibles.
Esto es lo que vino a cuestionar la pandemia y seguirá interpelándonos a medida que la crisis climática y ecológica sigan su curso: lo físico dice presente, el cuerpo y la naturaleza, los grandes negados, los grandes temidos, son los propulsores de una nueva mutación ontológica.
Cuesta aceptarlo porque así como creímos que el modelo cognitivo racional y la sociedad constituía el fin de la historia de la humanidad, también creímos que la cristalización del ego racional era la posibilidad última de desarrollo a nivel individual.
Nos creemos la expresión máxima de la evolución ya cristalizada. Como si el impulso que nació hace 12.700 millones de años, que consiguió constituirse en célula, vida vegetal, animal y se hizo consciente hace 100 mil años se fuera a detener en nosotros.
El ser humano, casi un fósil viviente a nivel evolutivo, siguió evolucionando a través de la construcción de un artefacto ad-hoc, la cultura y a través de ella fuimos mutando ya no físicamente sino ontológicamente.
Los signos de que la razón materialista y el mito del progreso como dador de sentido están llegando a su final son claros y a la vista de todos. La crisis actual, es a la vez del mundo físico muy claramente expuesto por la pandemia, con la ciencia advirtiendo sobre el colapso del mundo natural y del sistema climático cotidianamente y, sobretodo, es una crisis de la subjetividad, afectando el conglomerado social y el aparato psíquico individual.
Es un fin de una época. Es que el proyecto moderno, que vino aprovechando con éxito todas las oportunidades para reconvertirse desde los años 60, ya no logra encender la maquinaria del deseo -paradójicamente su caballito de batalla-, y no logra movilizarnos con la promesa de la próxima salida al shopping o de un futuro mejor que no se termina nunca de cristalizar.
Como dice Charles Eisenstein en un ensayo:
Nuestros relatos generadores de sentido de la sociedad están desordenados. Hace cincuenta años, una amplia corriente de la sociedad occidental creía en la marcha del progreso. El mundo mejoraba año tras año y generación tras generación. Pronto, el progreso tecnológico, la democracia liberal, el capitalismo de libre mercado y las ciencias sociales eliminarían las viejas lacras de la humanidad: la pobreza, la opresión, la enfermedad, el crimen y el hambre. Dentro de esa historia, sabíamos quiénes éramos y cómo dar sentido al mundo. La vida tenía sentido dentro de una narrativa lineal de progreso que nos decía de dónde veníamos y hacia dónde íbamos.
La mitología del progreso, de la que los Estados Unidos de América eran el parangón, nos decía que la vida debía mejorar con cada generación. En cambio, ha ocurrido lo contrario. La mitología del progreso nos habló de una era de abundancia, pero hoy tenemos una desigualdad de ingresos extrema y una pobreza persistente o creciente en Occidente. Nos dijo que estaríamos más sanos con cada generación que pasaba; de nuevo, ha sucedido lo contrario, ya que las enfermedades crónicas afectan ahora a todos los grupos de edad a niveles sin precedentes. Nos dijo que el avance de la razón y del Estado de Derecho pondría fin a la guerra, el crimen y la tiranía, pero los niveles de odio y violencia no han disminuido en el siglo XXI. Nos habló de una era de ocio, pero la semana laboral y las vacaciones se han estancado desde mediados del siglo XX. Nos prometió la felicidad, pero hoy las tasas de divorcio, depresión, suicidio y adicción aumentan cada año que pasa."
La crisis es total, y no saldremos de ella con las mismas estructuras mentales que la generaron.
Las mutaciones ontológicas por las que hemos atravesado como humanidad se han producido cuando una forma determinada de entender la realidad ya no permitía resolver los problemas que se presentaban. Un nuevo paradigma emergía.
Esa es nuestra situación actual.
No hay soluciones dentro de la racionalidad moderna que impera en la elite dominante, que no tiene nada que ofrecer porque no habita más que en el mundo simbólico de la búsqueda de un cero más en una planilla de Excel o en proyectos de inmortalidad cada vez más rimbombantes, al estilo de los 60 satélites en línea o autos girando en el espacio de Elon Musk. O de las pretensiones de conquistar el espacio de Bezos o Branson, o de hacer ingeniería con el clima terrestre de Gates. Es más de lo mismo, y es evidente que ya ni siquiera les ayuda a solucionar sus propias inseguridades existenciales.
Es evidente que tampoco hay más soluciones dentro de una de las principales disciplinas del sistema, la economía. Que modeliza un planeta sin límites y a un ser humano que alcanza la plenitud actuando egoístamente y compitiendo entre sí.
Pero principalmente, la modernidad racional dominante no podrá aportar soluciones una vez que la fe en el progreso, la que daba sentido al proyecto individual y social, pierde brillo ante nuestros ojos.
Y este es uno de los mayores problemas que tenemos en esta transición. Se cayó el sentido vital que aglutinaba a la humanidad y no ha surgido uno nuevo que logre la mayoría necesaria para reemplazarlo. Harari dice que nos quedamos sin "ficción compartida" que nos permita cooperar como humanidad.
Pero un nuevo modelo cognitivo de aprehender la realidad, otra forma de estar en el mundo está empezando a emerger muy lentamente,
Uno en que mente y cuerpo, símbolo y naturaleza se integran.
En el que a lo ilimitado de las posibilidades mentales integramos las constricciones del mundo físico, reconociéndonos interdependientes con un territorio, limitados por el tiempo.
En el que abandonemos nuestra concepción de identidad aislada, separada del resto de lo vivo y podamos reconocer y sentirnos que intersomos con todo lo existente.
En el que el sentido vital está en la cooperación humana para recuperar y cuidar una parte nuestra: a la Tierra, y darle una chance a nuestros hijos y nietos y a los demás vivientes, a los que hemos ocasionado tanto sufrimiento.
Es un nacimiento tenue. Lento. No sabemos si llegará a tiempo para evitar lo peor. Pero está ahí, se siente.
Hoy la batalla es entre una modernidad que se niega a retirar, que lucha denodadamente con uñas y dientes para quedarse -y que se refleja en un capitalismo descarnado, en una inequidad que se amplifica año a año, en un ser humano hackeado para consumir y desear, en descontentos sociales cada vez más pronunciados, en Estados incapaces de responder a las demandas ciudadanas y en una crisis climática y ecológica que se acelera- y un nueva mirada emergente.
Una que entiende que somos una pieza dentro de un sistema interdependiente, que nuestros cuerpos y mentes están conectados al cuerpo planetario y al de todos sus seres vivientes. Que intersomos. Una mirada que honra sus ancestralidades animales. Que acepta y asume el existir en un sistema de condicionamientos: los de un cuerpo que va a morir y los de un territorio. Una que atiende las necesidades reales del cuerpo y de la psique, que no se pueden satisfacer en la producción sin sentido y en la autoexplotación interminable para un futuro que nunca llega.
La que puede reconocerse y embriagarse en la naturaleza porque expresa el misterio de lo que nada podemos decir: por qué y para qué existimos.
La disyuntiva es si ese cambio ontológico llegará a tiempo para frenar la velocidad con la que nos dirigimos al precipicio, o sí caeremos para que algunos de nuestra especie puedan lograrlo.
Cambiar vamos a tener que cambiar,